El 15 de diciembre se celebró (poquito) el día mundial del esperanto, esa lengua auxiliar, igualitaria, flexible y sencilla (y divertida, pero para apreciarlo tendrán que dedicar un par de meses a aprenderla), concebida por un oculista de Byalistok, Zamenhof, Doktoro Esperanto (el doctor que tiene esperanza; tiene una ingenua belleza que este terminara siendo el nombre de su «lengua internacional»).
Pero, ¿eso del esperanto sigue existiendo? ¿No es mejor rendirse a la evidencia y aceptar que el inglés es la lingua franca de nuestro mundo global? Pues seguramente pueda uno a la vez rendirse a los hechos, pero sin dejar de discutir sus principios y consecuencias. Una manera curiosa de ver este asunto la formulaba Claude Piron, psicoterapeuta, polígrafo y traductor suizo, como «masoquismo lingüístico». Este pequeño relato tiene gracia.
Aquí me interesa exponer mi preocupación por la capacidad de la hegemonía del inglés para reforzar las desigualdades socioeconómicas. Si el nivel educativo de los padres predice en gran medida el de los hijos en ámbitos como las matemáticas, en términos lingüísticos, de segunda lengua, intuyo que las desigualdades de origen se refuerzan. Un curso de cuatro semanas en Inglaterra, de esos que hacen los niños bien, cuesta 3000 euros o más. Y quizá lo peor es que años y años de estudio siguen siendo insuficientes para tener un buen nivel de inglés en la mayoría de los casos.
Y es que el inglés está «hecho» para hacer evidentes las desigualdades. No he encontrado aún referencias sobre esto, pero la idea que quiero exponer aquí es la siguiente: el inglés nace y evoluciona en un mundo de desigualdades radicales, y a la vez aprende a expresarlas y a reforzarlas. Es, estructuralmente, una herramienta para la desigualdad.
Está claro que los idiomas encarnan su historia evolutiva, los siglos de contextos sociales, económicos y políticos por los que discurren, como glaciares lingüísticos. Si taladramos las capas de hielo hechas de palabras y estructuras gramaticales, encontramos huellas de lejanas injusticias. ¿Por qué tiene el inglés palabras distintas para el cerdo (pig, swine) y la carne del cerdo (pork); o para la carne de vaca (beef) y el animal correspondiente (cow); o para la carne de ternera, veal, y el ternero de la que se saca, calf?
Si no la sabía ya, el lector que conozca el francés habrá intuido la respuesta. La carne se denomina en francés apenas modificado (que no distingue animal y alimento), como en porc, boeuf, veau, porque eran los nobles franceses, los normandos, los que las comían, y los dominados anglosajones los que cuidaban los animales. De hecho, cuando se trata de animales que comía el populacho, como el conejo, rabbit, los nombres de carne y bestia son uno solo.
Valga este ejemplo para ilustrar mi argumento mucho más general: la naturaleza incorporada del inglés responde a la trayectoria vital de su sociedad. Y no es precisamente una sociedad igualitaria: si la pervivencia de la nobleza, las cacerías del zorro, el Bullingdon Club de los privilegiados como David Cameron, dedicados a destrozar restaurantes que pagarán sus padres, y los privilegios de la City, organizadora de la economía de los paraísos fiscales, lo dejan claro en el presente, piensen en el pasado y su «arriba y abajo», en la Revolución Industrial y en las enclosures, en la desigualdad entendida como un hecho natural para los victorianos.
Y esto, desde luego, tiene consecuencias para el inglés como segunda lengua, como presunta lengua global: el mundo hereda el idioma que servía, que sirve, para diferenciar al vasallo del señor. Fíjense en el vocabulario, o mejor dicho, los vocabularios del inglés, que son empleados sistemáticamente como herramienta para filtrar aquellos que dispusieron de mejores recursos educativos. No creo que existan muchos más idiomas que dispongan de tres conjuntos de términos: el derivado del sajón, el latín (y el griego) y el viejo francés de los normandos. Así, uno puede decir que alguien tiene los atributos de un rey (kingly), es de sangre real (royal) o con la apariencia de un rey (regal).
Estos cuasi-sinónimos funcionan de manera simultánea, pero su utilización «correcta» está regida por muchas veces sutilísimas distinciones de significado. Me viene a la mente el valor, típicamente traducido como courage, pero que denotaría inmediatamente a alguien de inglés subestándar si no supiera que en el caso de la expresión «la discreción es el componente más importante del valor», debe utilizar… valor (o valour en la grafía británica, aunque en el original -es paráfrasis de una cita de Shakespeare- creo que se escribía sin «u»). Bravery, braveness, boldness, audacity, bravura, dauntlessness, endurance, fearlessness, fortitude, mettle… como en las cajas de pintura al óleo, la variedad de pigmentos de significado del que dispone el inglés es extraordinaria. Pero eso, como dicen, cuts both ways, es un arma de doble filo: para el hablante con menos recursos, con menor entrenamiento en el uso de esa paleta, es difícil evitar parecer daltónico. Y esto vale tanto para las distinciones de clase dentro de los países anglohablantes, como en relación con los cientos de millones de penitentes del inglés global. No a todos los niños les regalan la misma caja de pintura lingüística, y muchos tenemos que apañarnos con unos rotuladores o unas ceras.
Súmese a esto la arbitrariedad de la relación entre forma escrita (la más accesible al hablante no nativo) y la hablada, y no conseguiremos compensarlo con la notable sencillez de su gramática.
Pero ¿es el esperanto de verdad es más sencillo? ¿No tiene sus propias desigualdades? Desde luego que sí: para empezar, los hablantes de idiomas asiáticos, mayoritarios en la población mundial, no reconocerán prácticamente ninguna raíz. El esperanto es fonéticamente algo más complejo que el castellano, por ejemplo. Pero quiero en este punto aportar mi propia experiencia: tres meses después de comenzar a aprenderla, podía leer un libro completo, La bona lingvo, en el que Claude Piron reflexionaba sobre la naturaleza y bondad del esperanto. Un metalibro, nada menos. Piense cuánto tardaría el terrestre medio en poder leer el equivalente en alemán o chino; piénsese cuánto tardaría en estar seguro, como yo lo estoy, de que puede expresar casi cualquier pensamiento en esperanto. Tras treinta y dos años de estudio apasionado del inglés, sigo sin poder decir lo mismo respecto de este idioma bellísimo y despiadado.
Así que… seguiremos, seguramente, siendo masoquistas, pero quizá cristalicen a la vez todas nuestras neurosis, la que nos hacen evitar una solución lingüística como el esperanto, universal e igualitaria, junto con tantas otras, como esa que nos hace pasarnos la vida haciendo cosas que detestamos para conseguir dinero que no necesitamos y así comprar cosas que no queremos para impresionar a gente que odiamos, parafraseando mínimamente a Emile Henry Gauvreay. No estoy seguro de la traducción: no lo encontré en esperanto.