Son cada vez más frecuentes las intervenciones, incluidas las en mi opinión decepcionantes de Antonio Muñoz Molina y Enrique Moradiellos en El País, que señalan un “exceso de pedagogía” como problema, si no el problema, de la educación española. No me parece que acierten.
Prendamos primero fuego al fantasmagórico hombre de paja del «pedagogismo», según el cual no importaría el contenido, lo que se enseña, sino tan solo cómo se enseña; su lema sería que “cualquiera que sepa enseñar puede enseñar cualquier cosa”. ¿Existen realmente profesionales o investigadores de la enseñanza que creen esto? ¿Que uno puede ser profesor de historia o de química sin saber nada de historia o química? No los conozco, y sospecho que los autores de estos artículos tampoco. Si alguien lo pensara, yo no estaría de acuerdo con él. Moradiellos sabrá responder mejor que yo a las dudas de sus estudiantes sobre la Guerra Civil o el turnismo; y lo que importa más como profesor, sabrá explicarles por qué deben entender la estructura del poder local, por ejemplo, para entender mejor ambos fenómenos históricos.
Pero si descartamos, como debemos, el pedagogismo (exista empíricamente o no), porque el contenido importa, y conocer el contenido de lo que se enseña importa, ¿pasa a ser irrelevante la forma en que se enseña? ¿No importa cómo se organice una asignatura, se prepare un examen, o se redacte y estructure un material didáctico? ¿No necesitan Muñoz Molina o Moradiellos reflexionar como docentes, y acudir a lo que se sabe de la docencia, para ser mejores profesores, como para ser mejores escritores e historiadores? Porque la pedagogía no es otra cosa que esa reflexión, ese análisis, ese cuerpo de conocimiento y esa comunidad de expertos que lo produce y debate.
De la pedagogía hay peores y mejores versiones, y el predominio de las más hueras tendrá consecuencias negativas, como en todos los campos del saber. Sucede así, por ejemplo, con los dictados de una ciencia económica autista, que despedazan sociedades enteras. Necesitamos mejores argumentos y evidencias, debates más críticos no controlados por las jerarquías. Pero la cuestión es otra: ¿es un exceso de conocimientos pedagógicos del profesorado, o en su aplicación, lo que aqueja a la educación española? No puedo hablar por todo el sistema educativo, pero en lo tocante a la Universidad, tras quince años como discente y dieciséis como docente, me ha parecido exactamente lo contrario.
Pongamos un ejemplo. Dice Muñoz Molina que los estudios más prestigiosos señalan la importancia de la working memory, que traduce como “memoria activa”, comparadora ágil de experiencias y ejemplos aprendidos, descubridora de nuevas conexiones y posibilidades. Pero la traducción más directa, “memoria de trabajo”, describe mejor su uso en psicología y psicopedagogía: se trata del espacio cognitivo en el que “trabajamos”, procesando la información: la tabla de cocina donde la mente corta, mezcla y sazona los ingredientes. Y en ella caben pocos alimentos, por enorme que sea la despensa de la memoria a largo plazo. Depende del “ítem” (frases, números o imágenes, similares o dispares), pero pueden estar entre cuatro y siete. Esta limitada capacidad de la memoria de trabajo es clave para nuestras funciones cognitivas, en particular la de aprender. Se sobrecarga fácilmente: si apilamos cien hortalizas en la tabla, el chef o su pinche no cocinarán más, sino que no podrán trabajar.
¿Qué significa esto para la enseñanza y el aprendizaje? Tomemos como ejemplo un vídeo educativo. ¿Conviene, a la luz de la teoría de la “carga cognitiva” resumida arriba, incluir una “cabecita parlante” para acompañar las explicaciones narradas e imágenes en pantalla? Deducirá usted que no, porque ocuparemos la memoria de trabajo con gestos o detalles anatómicos del profesor, haciendo educativamente menos eficaz nuestro vídeo. ¿Debemos repetir la información como texto en pantalla y sonido? Quizá haya padecido este modelo de presentación en conferencias cuyos ponentes proyectan párrafos inacabables. ¿Refuerza esta duplicación la comprensión? No: por el efecto de la “atención dividida”, hermano de la carga cognitiva, el aprendizaje es menor que si presentamos coordinadamente, por un lado, una narración en el canal de audio, y por otro, su ilustración mediante imágenes. Desgraciadamente, muchos profesores ignoramos esto, y elaboramos materiales multimedia sin seguir estos principios de diseño, derivados de la investigación empírica sobre el aprendizaje.
Este es un ejemplo de lo que aportan pedagogía y psicopedagogía: cómo “alinear” nuestros diseños docentes entre objetivos educativos de diversos tipos y niveles, escogiendo entre formas de evaluación, actividades y materiales, teniendo en cuenta distintos enfoques y estilos de aprendizaje. ¿Conviene que los profesores conozcamos y apliquemos estos criterios? Sí, claro que sí. Empobrece nuestro trabajo como docentes un defecto, no un exceso, de conocimientos sobre la enseñanza.
He encontrado múltiples variaciones de saberes, dedicaciones y vocaciones entre mis profesores y colegas, pero predominan la desatención y la ignorancia pedagógicas. Contenidos fascinantes desembocan en exámenes irrelevantes o injustos; autores y obras extraordinarios son presentados oscura y confusamente; abundan los materiales mal redactados y las clases poco magistrales. Era esperable: para ejercer como profesor universitario, los únicos conocimientos nunca exigidos o apreciados son… los relativos a la enseñanza. Hace tiempo que se “liberó” de pedagogía a la Universidad: nunca llegó, pese al cambio superficial que supuso la llamada, con gesto torcido, “Bolonia”. La despedagogía universitaria no parece un modelo que merezca extenderse a otros niveles del sistema educativo.
Saber importa, sí. Por ejemplo, saber enseñar. Aquellos que defienden con paradójico ardor guerrero el conocimiento parecen negar aquel propio del profesional de la enseñanza: el pedagógico. ¿O es este un ámbito irreductible al saber, pese a tantos pazguatos desde Aristóteles o Erasmo acá? De estos saberes, y de la experiencia docente por ellos iluminada, pueden extraerse criterios y principios que nos orienten como profesores, para mejor diseñar e impulsar el aprendizaje de aquellas materias que, por supuesto, también debemos dominar.