Salgo de la sesión organizada por la Red de Huertos Urbanos de Madrid sobre arquitectura, urbanismo y huertos comunitarios. Ha habido presentaciones muy interesantes, como la experiencia del Campo de Cebada, presentada al alimón por Manu de Zuloark y Rubén de Basurama, la de Marián Simón de Surcosurbanos (que resume en parte el tema de la sesión: urbanismo socialmente responsable) o la de Roberta di Nanni de Otro Hábitat, contando cómo los chavales de un colegio han decidido y construido un parque infantil a su medida.
Salgo con sensaciones contradictorias, con cierto sabor amargo, porque cuesta imaginar cómo pueden extenderse ampliamente estas experiencias/experimentos, precisamente porque cuanto más interesantes son, más cuestionan estructuras y roles que han funcionado en la política y la economía durante décadas. Del mismo modo que la energía ciudadana del 15-M no parece haber alterado realmente los grandes parámetros de la bancocracia en la que vivimos, de la crisis de la deuda privada de insaciables promotores conchabados con políticos a través de cajas de ahorros, extendida después a la deuda pública, y entendida ahora como oportunidad y coartada para el desmantelamiento de los ejes del Estado social y democrático de derecho (como lo define la Constitución española). Pero me llamo a mí mismo la atención sobre esto: muy pocos -decía mi directora de tesis, María Luz Morán, que solo lo hizo un tal Archie Brown- predijeron la caída del imperio soviético. Los cambios radicales se ven mucho mejor por el retrovisor.
El caso es que yo conté dos o tres ideas: que los huertos urbanos sirven para entender que comer es un acto político, como decía Wendell Berry; que suponen un urbanismo desde abajo, desde las raíces, claro, que altera la organización de usos asignados por los planificadores (generando con ello rigidez categorial y temporal), haciendo la ciudad más vivible, caminable, y flexible; que los urbanistas tienen un pesadísimo legado en las claves que organizan el pensamiento de padres fundadores como Le Corbusier; que lo peor de los sueños de los urbanistas es que son de los pocos que se cumplen; que la alianza de los expertos en planificación con la máquina de crecimiento (Logan y Molotch) que es la ciudad ha sido terrible para todos; que la relación entre expertos que saben y representan el mundo en mapas y cálculos (y estas inscripciones, por decirlo a lo Latour, son la base de su poder y del poder), y ciudadanos inermes que son representados y actuados, está cada vez menos clara, es cada vez menos legítima (en cualquier mesa de diálogo te encuentras más doctorados entre los presuntos pringados que entre los presuntos expertos); y que lo que tenemos más olvidado no es cómo cultivar berenjenas o cuándo se plantan los ajos, que también, sino cómo crear comunidades, cómo hacer cosas en común sin que nos lo mande nadie. Y es que la ciudad nos daba una forma de libertad que era el anonimato, la electividad de las relaciones; es duro obligarse a aceptar la parte más áspera de lo comunitario, que es que uno no elige a su compañero; y así a lo vivo, sin rituales comunes, sin identidades ni carnavales ni procesiones -que así se hacía en las comunidades- es complicado. No conté en cambio que los huertos urbanos prefiguran un mundo en que muchos urbanitas necesitarán generar actividades comunitarias productivas en un mundo con cada vez menos empleos, ni bastantes otras cosas, pero es que eran diez minutos, y yo siempre cumplo las asignaciones de tiempo…
Y escuchando a los demás, me dio por pensar que tenemos que tomar deliberadamente las fuentes del poder profesional, de los paradigmas que definen qué, cómo y con quién hacen los urbanistas las ciudades (pero que conste que esto es menos importante y urgente que hacerlo con los economistas y las economías); es decir, trasladar la experimentalidad a la construcción de profesionales (y aquí es importante que vivan de ello), a estructuras, normativas, prácticas y narrativas compartidas sobre qué es la ciudad y cómo puede y debe hacerse.
Me dio por pensar que tiene delito que todavía sea algo casi revolucionario incorporar en serio a los usuarios en planeamientos y arquitecturas.
Como siempre, aprendí cosas de mis queridos Zuloarkers; por ejemplo, la creación en el Campo de Cebada (y en todos las demás zonas de experimentación de urbanismo bottom-up) de terminologías híbridas, nuevas, para describir los usos del espacio, las prácticas del espacio (y ellos son de los que se atreven a llevarlas allí donde de verdad pueden cambiar las cosas, como al propio Ayuntamiento: fools tread where angels…). Y el reto: cómo transformar a los políticos locales de gestores de la máquina del crecimiento en aliados para su ciudadanización. También me hicieron pensar que la participación de los arquitectos en estas experiencias modifica radicalmente sus claves de ejercicio profesional, las reinventa. Creo que entendí que también los urbanistas pueden hacer la «relocalización radical» que llevo tiempo proponiendo para los arquitectos; guiar, coordinar, registrar, evaluar y redefinir experiencias de urbanismo desde abajo, que lleva más tiempo, es más intensivo en personas con cerebros, y deja a los clientes más felices. Yacimientos de empleo, se llamaban en los años 90 (poner «del siglo pasado» me hace sentir precámbrico).
Me di cuenta de los verbos con los que hablamos de nuestra relación con los poderes públicos: les pedimos, nos invitan, nos dejan… en análisis transaccional dirían que estamos en relación niño-padre, no adulto-adulto… hasta que Manu dijo «les hacemos partícipes». A los políticos. Les hacemos partícipes. En realidad fue lo más revolucionario de la tarde; es la Bastilla de la legitimidad urbanística.
Y me dejaron temblando frases como la de Roberta: «soy consciente del poder que tenemos los arquitectos, cómo hacemos cosas enormes con un gesto, y por eso no practico mi profesión». O la de Luis Nogués, que puso la mano entera en la llaga al replantear esta cuestión de la endogamia de lo alternativo (él no lo dijo así), en muchas de sus versiones: ¿se trata de «nuevos profesionales», que a la vez participan y rentabilizan de muy diversos modos -véase mis publicaciones- esa participación (que no tiene por ello que ser menos genuina, como decía Pessoa del poeta)?
Y me emocioné mucho cuando Manu contó mi historia de las hormigas y Le Corbusier mucho mejor que yo mismo, y con más sentido. No la cuento porque debería salir publicada pronto, y si no, saldrá por aquí. Mejorada, porque -como explicó Marta, de «mi» huerto-, había dos clases de hormigas, y una de ellas en realidad era depredadora de la que llevaba pulgones…. ¿que no tiene sentido? ¿Que qué tienen que ver las hormigas y Le Corbusier? Paciencia…
Los huertos urbanos son grietas por las que se entrevé lo posible, tierra en los engranajes de la circulación planificada de trabajadores/consumidores, espacios hermanos de los campos lejanos de los que viene el alimento, en los que enraízan antiguas plantas casi olvidadas.
Tiene que entrar más luz por todas las grietas en las paredes del sistema; por las mismas hendiduras en la fachada, que ahora solo anuncian amenazas y sufrimiento, tiene que entrar a raudales la luz y el viento de un tiempo nuevo.