Versión 1
En esta escena, el urbanista que desea impulsar la participación ciudadana en el diseño de la ciudad se ha encontrado con la sala casi vacía. Nadie ha respondido a su convocatoria, salvo dos vecinos a los que se encuentra siempre en cualquier foro. Desesperado, sale a la calle a pesar de la lluvia, y trata de llevar a los transeúntes a la reunión, agitando los brazos y tirando de las mangas de sus abrigos. Les grita:
¡Deténgase, ciudadano! ¿Cree usted o no que debe modificarse la normativa de cesión de parcelas de titularidad pública, para usos agrarios comunitarios de pequeña escala, con el objetivo de consolidar formas alternativas de configuración urbana, usos múltiples del territorio, etcétera? Únase a mí para debatir este tema, para analizarlo crítica, meditada y colectivamente, para demandar una acción inmediata de los gestores públicos relevantes, en el punto adecuado de la cadena de trámites, los cuales usted conoce tan bien como yo, ¿verdad?
¿Cómo? ¿Pasa usted de largo? Es evidente que usted no se entera de la importancia que tienen estas decisiones para su propia vida. Le estoy diciendo que es fundamental que usted participe en el diseño de su ciudad, que es la estructura misma de su propia vida y la de los suyos, y me mira usted entre la molestia y la incomprensión. Francamente, no le entiendo. Váyase a ver el fútbol o la telenovela. Entiende uno ahora por qué el mundo está como está. No está hecha la participación para ciudadanos que no quieren o no saben serlo, como ustedes.
Versión 2
Aquí necesitamos otra técnica de narración visual, como Eisenstein tuvo que inventarse otra cinematografía para narrar los movimientos de las masas. Dejamos una cámara de vídeo oculta en un huerto urbano de los que surgen por Madrid desde hace unos años, y grabamos segmentos de pocos segundos a lo largo de un año. No es el del Campo de la Cebada: aquí, en Moratalaz, no hay grandes bancos alzados de madera, sino bancales abiertos a pico y pala en un terreno compactado, en el que se acumulaban los restos despreciados de décadas de construcciones, de hormigoneras, de descuidos en forma de aceite o plásticos o restos poco identificables.
Vemos un montaje acelerado de la vida de este huerto. Vemos que llevan tierra de un sitio para otro, sin mucho orden ni concierto. Con unos palets hacen dos compostadoras, pero en una de ellas echan demasiados restos verdes y sale una cosa viscosa y maloliente. De la otra, como un milagro muy sencillo, sale tierra, tierra como la de un bosque. Tierra que huele de verdad a tierra, y que era basura. En esta y en muchas otras imágenes de nuestra cámara, se ve cómo miran tontamente arrobados cosas como un tomate chiquitito, o con desconfianza cuando plantan algo que se llama veza y que se supone que enriquece la tierra porque asociadas a sus raíces hay bacterias que toman nitrógeno del aire y lo fijan al suelo, o les vemos de nuevo contentos como niños (por cierto, se ven muchos niños en este montaje) cuando se comen las primeras acelgas de su huerto.
El montaje visual juega ahora con una mezcla de recortes y voz en off que muestra fragmentos de correos electrónicos que se han cruzado estos hortelanos de barrio. Hay hormigas en la línea de berenjenas, avisa una. Pero ¿las hormigas se comen las berenjenas?, pregunta otro. No, pero llevan a sus pulgones allí para «ordeñar» luego su secreción, dicen la primera, y los pulgones sí se pueden cargar la planta. Pues le echamos algún veneno a las hormigas, ¿no? Bueno, responde, podemos plantar menta poleo, romero, albahaca, citronella… Pero, ¿queremos mantenerlas a raya o cocinarlas? Por cierto, habría que quitar todas esas malas hierbas que rodean los bancales. Bueno, es que si lo que queremos es que haya mariquitas, crisopas y otros insectos que comen pulgones, tenemos que darles un hábitat. ¿Cómo, más bichos? ¿No queríamos menos bichos (y mucho menos crisopas, sean lo que sean)? Pues es que aquí tenemos que decidir qué tipo de huerto queremos, y con qué horizonte de tiempo estamos hablando. Si tratamos de ir creando un huerto biodiverso, en el que haya muchos tipos de plantas, de insectos, de bacterias, de hongos, será más resistente a las plagas, pero tardará más en alcanzar un cierto equilibrio, y sobre todo nosotros tendremos que estar más atentos, experimentar más, registrar más, y probablemente fallar más.
Pero espera, todo eso está muy bien, sí, señala otro hortelano (que por cierto es el que no se detuvo ante el agitado urbanista), pero fíjate que la concesión es para cinco años como mucho, y si estamos todavía probando y tanteando dentro de cuatro años… Pues entonces, contestan otros a coro, habría que hablar con quien sea para que haya una garantía de que esto no nos lo quitan justo cuando empiece a estar bien. Habría que hablar con otros huertos, donde también tendrán hormigas y también estarán decidiendo qué huerto quieren, su escala de tiempo, sus formas de solución (que pueden buscar reducir la complejidad o aumentarla), y esto quizá les lleve a cuestionar las concesiones que hace el Ayuntamiento, a alterar las categorías de la planificación urbana que no tenían previsto, que no podían tener previsto, este embrollo de mariquitas, tomates, azadas y bacterias que hacen tierra.
Se acabaron los vídeos. Por favor, los del fondo, encended las luces y seguimos.
He tratado de situar, en un sentido literal, el argumento. Hablo de hormigas concretas en un huerto concreto en un barrio específico, pero no como recurso o artificio narrativo, sino porque es el argumento mismo: la participación en el urbanismo cobra sentido a través de la construcción colectiva de objetos urbanos, que consisten en procesos de aprendizaje y descubrimiento tentativo de su propia identidad, de sus objetivos, de sus necesidades, de sus alianzas.
Pero dentro de mí se agita el progresista, en el sentido que inventaron los Progressives norteamericanos de comienzos del siglo XX. Los arquitectos-urbanistas, clama mi progresista interno algo desamparado, son los aliados de la gente común, los que despliegan sus saberes expertos como alas protectoras frente a la confabulación de promotores sin escrúpulos, concejales adictos a la recalificación, constructores que son financieros: la máquina o coalición del crecimiento, como la llamaban Logan y Molotch, protagonista de la España reciente.
Hay varios problemas con este papel de guardianes racionales de la ciudad. El primero es lo que podríamos llamarlo la “ley Fariña del urbanismo menguante”1: cuanto más inteligente y reflexivo, menos probable será que participe efectivamente en la confección del mundo. Cuantas más coartadas proporcione a poderosos developers, inflando por ejemplo las bondades y dividiendo las previsiones de costes de los megaproyectos (véanse los trabajos demoledores de Flyvbjerg y aplíquense a Eurovegas) más probabilidades tendrá de formar parte de los que hacen y deshacen el mundo. Cuanto más se parezca al modelo predict-and-provide con alguna mínima corrección, seguramente más exitoso.
Pero es que ni siquiera en teoría o como promesa puede aceptarse la herencia terrible del arquitecto-urbanista-dios, forjada en el Plan Voisin de Le Corbusier, que pretendía arrasar el Marais parisino y sustituirlo por paralepípedos y vías por las que circularían (en automóvil, claro, como los que fabricaba Voisin) los trabajadores del trabajo a su higiénica vivienda. El urbanismo megalómano se revelaba así como el juego terrible y ominoso bajo el sol de los volúmenes contra la historia y la gente. Precisa Le Corbusier su despotismo, y conviene escucharle: «El déspota no es un hombre. Es el plan. El plan exacto, correcto y realista, el que proporcionará la solución una vez que el problema se haya formulado con claridad, íntegramente, en su armonía indispensable. Este plan ha sido trazado lejos de la agitación de la oficina del alcalde o el ayuntamiento, de los gritos del electorado o de los lamentos de las víctimas de la sociedad. Ha sido trazado por mentes serenas y lúcidas”.
Pues no. Los problemas -los importantes, como el de vivir en ciudades- no se pueden formular, ni resolver: son perversos (wicked). Sólo se discuten, se parchean, se pudren, se agitan, se gritan; y algunas veces, afortunadamente, las víctimas consiguen ser escuchadas.
Las mejores soluciones para estos problemas son “por patrones”, como las llama Wendell Berry2: artefactos que se van descubriendo, experimentando, y que resuelven diversos problemas pequeños sin crear otros nuevos. Decía Michael Corbett que “sabes que vas bien cuando tu solución para un problema soluciona accidentalmente otros. Reduces el uso del automóvil para conservar combustibles fósiles, por ejemplo, y ves que esto reducirá ruido, conservará terreno minimizando calles y aparcamientos, multiplicará oportunidades de contactos social, hará más hermoso el barrio y lo hará más seguro para los niños”.
Cuesta descubrir este tipo de soluciones, que sólo se verifican a posteriori, y hay que revisar y debatirlas una y mil veces, entre todos, no sólo los autistas que se creen “serenos y lúcidos”, ocultos tras el plan despótico. El lenguaje de este debate es lento, como el de los Ents del Señor de los Anillos; hay que ir nombranado a ciegas los problemas, los entes, sus relaciones, en una tarea inacabable. En gran medida, el urbanismo participado consiste en no utilizar los lenguajes oscuramente poderosos del arquitecto-urbanista -precisamente en los que entrenan las Escuelas de arquitectura-, como cuando André Wogenscky describe el plan Voisin como “una gran afirmación” con dos trazos sobre una mesa. Aprendamos a hablar el lento lenguaje de los hortelanos que tratan de descubrir qué hacen con las hormigas, y así qué ciudad quieren, alterando todas las escalas, reconstruyendo todos los saberes. Las hormigas fantasmagóricas del falso jardín de cemento de la Unidad Habitacional claman venganza contra Le Corbusier, y convocan a sus hermanas reales a obligarnos a elegir qué hortelanos queremos ser, qué ciudadanos vamos a descubrir que somos.
- Por supuesto, en homenaje a un homónimo urbanista inteligente y reflexivo. ↩
- http://thrivingcities.com/blog/solving-pattern-what-urbanists-can-learn-wendell-berry ↩