Creo que estos problemas en la enseñanza-aprendizaje de la arquitectura van más allá del marco de las escuelas: apuntan muy al fondo de los grandes problemas de la arquitectura actual. Con «actual» me refiero a la arquitectura del último siglo, que se inaugura probablemente con la declaración de Frank Lloyd Wright «Toda gran arquitectura tiene goteras», y con el Plan Voisin de Le Corbusier, aunque quizá sea su representación fotográfica canónica desde Stoller y Shulman la que más impacto real haya tenido en lo que significa una obra arquitectónica. Y de nuevo tengo que precisar que con «arquitectura» me refiero a una cierta ideología del arquitecto, su papel como experto, su posición como creador y su relación con los demás expertos, poderes públicos y privados y ciudadanos. No puedo ahora desarrollar este argumento, pero (de nuevo) intuyo que sus raíces, como los micelios de esos hongos que ocupan el subsuelo de bosques enteros como sistemas únicos, están estrechamente entretejidas con los problemas de la docencia.
Regresemos a aquella intuición básica, la idea clara y distinta con la que comenzaba. Las asignaturas de proyectos se organizan, hasta donde yo sé, en torno a… proyectos. Claro está que se trata de remedos, ensayos, fragmentos de proyectos, pero al fin y al cabo esto es lo que se suele hacer: el equipo docente promulga un enunciado, que describe en mayor o menor detalle un problema arquitectónico que los estudiantes deben resolver mediante un proyecto en el que analizan, sopesan y elaboran una construcción imaginaria (como todas las construcciones en este estadio). Este proyecto puede partir de un solar complicado, de restricciones de gasto energético o de una propuesta de inserción en un entorno social complejo. En todas o alguna de estas dimensiones el estudiante de arquitectura se entrena a través de su abordaje y resolución paulatina de este ejercicio, con sus periódicas revisiones públicas y privadas, en las que el equipo docente señala lo acertado, o más comúnmente lo desacertado, de los intentos de uno o varios alumnos.
La cuestión que me interesa destacar es que en este esquema el equipo docente ha incorporado ya, nolens volens, muchas de las más importantes propuestas pedagógicas de las últimas décadas, sin que medie necesariamente, y en la mayoría de los casos, sin que se haya realizado efectivamente, reflexión pedagógica alguna. Digamos que vienen by default en la forma de trabajo estándar de la asignatura de proyectos; y como salen gratis, no alimentan el esfuerzo de reflexión pedagógica, que se sitúa bajo mínimos en un entorno ya de por sí pedagógicamente cercano a un erial como es la universidad española.
¿Qué propuestas son estas que vienen «en el paquete»? La más evidente es el Aprendizaje Basado en Problemas, una metodología en la cual el estudiante desarrolla capacidades similares a las del profesional que se espera que sea: en condiciones de indefinición de los objetivos, complejidad de las condiciones y agentes (normalmente caricaturescos más que imaginarios, y este ya es un síntoma del problema subyacente), información insuficiente, y la presión (esta sí enteramente análoga a la «normal») de tener que entregar en fechas(s) concreta(s) un trabajo que saben, como decía el poeta, más bien abandonado que acabado.
Otra característica más es la de incorporar, en alguna medida (seguramente lo estaría más si hubiera alguna reflexión pedagógica implicada) la «evaluación auténtica», es decir, aquel modo de calificación de las competencias entrenadas que incorpora desafíos similares a los que el profesional se encontrará en el «mundo real». Pero quizá sea más importante la construcción de un «portfolio», de una carpeta (en este caso también en el sentido literal) que facilita al estudiante una serie de hitos a partir de los cuales establecer una relación reflexiva con su propio aprendizaje a lo largo del tiempo. En prácticamente todos los casos, de manera formal o informal, aunque pocas veces explícitamente incorporada al diseño, aparece también una dimensión colectiva de este proceso, que merece más detalles pero para el que no hay tampoco espacio.
Para hacerse cargo de la importancia de estas dimensiones del método típico de trabajo en el marco de las asignaturas de proyectos, compárense con el de una asignatura cualquiera de muchas otras titulaciones, especialmente en su versión previa a la tan denostada «Bolonia». Cojan una «psicología de la motivación», y se encontrarán típicamente con un examen tipo test sobre la sed en las ratas, sin ningún acercamiento práctico a las situaciones en las que la motivación desempeñará un papel crucial en la actividad profesional del psicólogo, ya sea como clínico, como headhunter o como psicólogo educativo. Ningún método que organice sistemáticamente la reflexión del estudiante sobre sus cambiantes concepciones sobre la motivación humana o roedora.
Partiendo de esta posición de ventaja dada por la naturaleza del proyecto, ¿cómo es que los estudiantes sienten tantas veces confusión, vergüenza, desorientación, tras su paso por alguna de estas experiencias? Recordemos que se trata de alumnos con algunas de las notas medias de entrada más altas de la universidad española, vocacionales, típicamente trabajadores hasta extremos que un análisis comparativo haría sonrojante para otras disciplinas (como la del que esto escribe). ¿Qué malas prácticas docentes hacen que a menudo la incomprensión mutua se resuelva en la imagen especular de estudiantes que valoran a los profesores como arquitectos, pero que no consiguen enriquecerse en su trabajo con ellos, y de profesores que únicamente valoran a un pequeño porcentaje de sus alumnos como verdaderamente merecedores de llamarse arquitectos? ¿Se imaginan una Facultad de Medicina que reservara para un puñado de estudiantes la calificación profesional plena? ¿Qué debilidad como profesionales reflexivos oculta este elitismo, qué falta de criterios comunicables llevan a impostar lenguajes vacuos, justificaciones importadas de la peor filosofía, discursos plagados de errores de todo tipo, desde los ortográficos a las falacias lógicas?
Nombraré el elefante que ocupa, en mi opinión, el centro del gran salón geométrico y vacío de la arquitectura: la ausencia de criterios empíricos de buenas y malas prácticas arquitectónicas, que pasen por la revisión sistemática de la experiencia de sus usuarios. Y aquí se vincula el virus lecorbuseriano con la incapacidad docente: ¿cómo orientarse, en el tentativo descubrimiento mutuo en que consiste el aprendizaje guiado por el docente, sin un lenguaje firme, robusto, verificable, que se remita y vincule al mundo, a la gente, a esas personas siempre expulsadas de las fotografías de arquitectura? ¿Cómo desarrollar un diálogo educativo que no sea siempre un tanto neurótico y a la defensiva?
Pero, ¿cómo podría el coreógrafo del juego sabio y magnífico de los volúmenes bajo el sol situarse en esa posición dictatorial (en realidad como auxiliar del dictador verdadero, Speers satisfechos de su papel), defenderse de las críticas y las quejas, si cualquiera plebeyo pudiese emplear argumentos y criterios disponibles para todos, especializados, sin duda, pero no esotéricos? ¿Cómo evitar estar en el mismo plano discursivo que los demás, cómo ceder también -en el mismo movimiento- su dictamen temible en el contexto de la clase? Si el objetivo final de todo proceso educativo, su ideal, es que el profesor no necesite evaluar al estudiante, porque los criterios de calificación son ya comunes, ¿dónde queda el maestro, cuya poder radica antes en el saber incorporado, en una casi inefable auctoritas, que en destrezas medibles o comunicables?
Pero detengámonos aquí. Sólo quería hacer constar esta intuición mía, esta paradoja de una asignatura perfectamente orientada metodológicamente sin reflexión pedagógica previa, y quizá minuciosamente desaprovechada por la misma razón.